1/04/2011
Etiquetando
Dentro de la reestructura propia del nuevo año me puse a revisar papeles, archivar, etcétera, etcétera. En un punto, cuando tenía varios sobres manila en la mesa y chorrocientos mil folders en los archiveros un recuerdo me asaltó.
Cuando era chica tenía una costumbre que le parecía muy excéntrica a mis amigas. Una de esas cosas que te critican y critican hasta que dejas de hacerla, y que, 20 años después viene a morderte la cola (no puedes negar quién eres, yastá, hagámonos a la idea).
Cuando tenía unos ocho años, solía ponerle etiquetas a todo. No etiquetas así nada más, blancas, no, eran etiquetas que yo hacía, con dibujos y diseño (muy propio de una niña). El caso es que mis cajones decían, por ejemplo: calcetines, ropa interior, blusas, papelería, cuadernos, lápices. Y mis amigas me decían que si era tarada o qué rollo, que si no podía acordarme de qué iba en cada cajón o a cuento de qué le ponía nombre a todo. Yo contestaba que me gustaba hacer etiquetas, aunque la verdad no tenía nada que ver con eso.
Y como yo era una tarada (lo sigo siendo) y de por sí estaba acomplejadísima con el asunto de que usaba palabras que nadie usaba, expresiones que les parecían arcaicas y demás, pero que se usaban en mi casa y eran para mí lo más natural, dejé de hacerlo. Una mañana arranqué las etiquetas de mis cajones y no volví a ponerlas nunca.
Ahora me queda clarísimo que es parte de quien soy. Sí, necesito etiquetar todo porque hoy me acuerdo, pero mañana no sé si me acuerde de dónde iban las cosas. Etiqueto en un afán por conservar el orden, por controlar el caos que me rodea (porque aunque pueda parecer lo contrario, el caos y yo llevamos varios años de amistad).
El problema está, claro, en que hago lo mismo con otras cosas. Quiero meterlas en sobres, saber qué son antes de explorarlas, definirlas antes de entenderlas y eso sí es algo que me tengo que quitar. ¿Otro propósito de año nuevo? No sé, ya se verá...
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La aceituna del martini
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