3/20/2013

Manifiesto del peatón

Hace ya tiempo decidí entregarme a la ciudad a pie. Circular por sus venas, al ras del suelo, con los ojos en el cielo, adivinando los laberintos fractales de las ramas de los árboles, dejando que la mirada se me ilumine con el reflejo del sol en sus hojas, observando la coreografía del aire en sus cabelleras verdosas. Me entregué a escuchar el tañer de las jacarandas anunciando la primavera, soltando su suspiro lila sobre toda la ciudad, desenrollando su suave alfombra en el asfalto, tiñendo el paso de los caminantes, contando con su pintura la historia de quienes, como yo, vivimos la ciudad a pie. Y es que no se puede vivir con la vista hacia los pájaros cuando se maneja, sólo la independencia del peatón, el vivo instinto del usuario de transporte público que pega su cara a la ventanilla, sólo la curiosa contemplación de la naturaleza, propia de un citadino acostumbrado a la rigidez del cemento, al aroma gris que cubre todo a su paso, podría asombrarse tanto de encontrar en medio de la urbe el canto de un árbol y el vuelo de un pájaro; sólo alguien que trabaja y vive su ciudad con los pies, puede encontrarse testigo de la insistencia de las orugas en invierno y el coqueteo de una mariposa distraída que sobrevuela febrero. En mi ciudad, los primeros calores despiertan a las flores; hortensias rosadas estallan a pocos centímetros del suelo, y sólo el peatón atento escucha su explosión de color; en mi ciudad, los colibrís se sostienen de buganvilias rojo sangre y viajan distancias asombrosas para posarse sobre la varilla de una construcción y cambiar el paisaje metálico con su azulada presencia. Las copas de tres árboles hacen conferencia en la esquina de Insurgentes y Eje 6; son jaulas libertarias, en las que los pájaros anidan sus historias en cantos, haciendo creer al peatón distraído, que se encuentra en el centro de un bosque en el que el aire huele a pino y a lluvia; creando la ilusión de que, cuando vuelva a abrir los ojos, verá un peludo amigo, en lúdico gozo, intentando alcanzar la cima de su universo. Es cierto, en esta ciudad, mirar hacia arriba puede ser peligroso, el peatón puede caer en un hoyo banquetero, el peatón puede ser atropellado por un auto, el peatón puede chocar contra otro peatón y, quienes lo hemos experimentado, sabemos que la proximidad física, en esta ciudad, mi ciudad, no es bien aceptada. Pero creo que los peligros valen las vistas, valen la contemplación reflexiva de la belleza que, a pesar de todo, a pesar de nosotros mismos, resurge, revienta, revela la posibilidad de un mundo mejor. Como caminantes citadinos, los peatones tenemos un “asiento” privilegiado, vivimos en primera fila el acontecer de nuestra ciudad. Pero no se equivoquen, el acontecer no son las miles de exposiciones, los callejones de ambulantes afuera del metro, el tráfico en quincena, los conciertos, los asaltos, la bravuconería del vecino; el acontecer les pertenece a las aves, a los willies trepados a una hoja intentando proliferar; las noticias de la ciudad son las orugas escapando del agua, es la gardenia abriendo perspectivas con su aroma, la ardilla aventurera que intenta cruzar una calle, pero no encuentra el valor, el intercambio de miradas entre ésta y el perro de casa que explora el parque como si se tratara de la sabana africana. Esas noticias, las de las jacarandas, los charcos, la caída bamboleante de las hojas, son las que nos dan fuerza para encarar las otras, son las que nos hacen apreciar la importancia de la vida, las que ponen en perspectiva la razón de nuestra existencia.

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